sábado, 5 de noviembre de 2016

Comentario al Evangelio del Domingo XXXII del Tiempo Ordinario (Ciclo C - 6 Nov 2016)

Queridos hermanos:

Hemos celebrado en esta semana, la fiesta de Todos los Santos y de los Difuntos, algunos se han
empeñado, en sacar a la luz la polémica de la incineración y las cenizas de los que han muerto. Inoportunos, tanto la Congregación de la Doctrina de la Fe, como los comentarios, sobre todo, en este Año de la Misericordia que termina y es preciso poner más la atención en los vivos, que en los muertos, nos lo dice la última frase del Evangelio de hoy: “No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para él todos están vivos”.

Los saduceos negaban la resurrección, que hoy sigue siendo la piedra de toque de nuestra fe cristiana, es un hecho que muchos de los bautizados, no son capaces de dar el paso a lo que hay después de la muerte. Incluso otros, por aquella filosofía de la separación entre el cuerpo y el alma, siguen pensando que aquí se queda el cuerpo, como es evidente, y el alma es la que resucita o sube al cielo. No es fácil el tema, la vida después de la muerte es de otra manera, una nueva creación, que en ocasiones, lleva a los propios discípulos a no reconocer ni al propio Jesús resucitado, creían ver un fantasma.

Por eso, le proponen en el texto una situación tan absurda, la de mujer casada con siete hermanos, cumpliendo la ley de Moisés: “Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque
los siete han estado casados con ella”, podría darse, pero el objetivo es ridiculizar la creencia en la resurrección. Lo mismo le ocurrió a San Pablo en el areópago de Atenas, cuando se puso a hablar de la vida futura,  se rieron y respondieron: “de eso ya te oiremos hablar mañana”. En un mundo tan pragmático, la vida terrena parece ser lo único que importa y en ocasiones ni ésta, sólo nuestra propia vida.

Lo que Jesús deja claro, es que nuestro Dios, es el Dios de la vida y por eso, para los que mueren, su destino no es la muerte, sino la vida. Con la muerte no acaba la vida, esta sigue adelante: “Y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección”. No sabemos muy bien cómo será esto, la otra vida es inimaginable, distinta de la de aquí abajo. Casi todo lo que se refiere a Dios, sobrepasa nuestra inteligencia y esto nos da la posibilidad de creer o no creer, de transcenderse,  de pensar que nuestra vida siempre está en sus manos y que sus promesas se cumplen.

En la muerte perdemos y ganamos, es como el día que venimos al mundo, un nuevo nacimiento: (se puede contar la historia aquella, de lo que pensaba el niño antes de nacer: con lo bien que estoy aquí calentito y comiendo bien, ¿quién me acogerá y se ocupará de mi cuando nazca, quién me abrazará y me dará cariño?) y al nacer siempre tenemos una madre y padre que nos cuidan, es el mismo respeto y las mismas preguntas, que tenemos ante la muerte y esperamos que un Padre-Madre nos acoja y nos abrace.

El argumento final que hace Jesús, está tomado de la Palabra de Dios, que leían los saduceos: “Y que los muertos resucitan, lo indicó Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. Si estuvieran muertos definitivamente, esta invocación bíblica no tendría sentido, nuestro Dios tiene nombres de personas concretas, es la fe que alienta en la primera lectura de los Macabeos, a los siete hermanos: “Vale la pena morir a manos de los hombres, cuando se tiene la esperanza de que Dios mismo nos resucitará. Tú, en cambio, no resucitarás para la vida”.

Si morir, como decía Karl Rahner, es dejar un hueco para los que vienen detrás y es el último acto de amor que podemos hacer en este mundo, esperar en la resurrección, es un acto de esperanza que proclamamos en cada eucaristía, en la que celebramos la muerte y la resurrección de Jesús. Si Dios es el Dios de la vida, estamos convocados a vivir y a dejar vivir, a crear vida, que nadie se encierre en la muerte, los cristianos confesamos que la vida no termina, se transforma.


(Autor: Julio César Rioja, cmf)

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